David Blay
¿A la m… los convenios por horas?
Roger Federer y la conciliación: el nuevo deporte
Conozco un ex directivo de un potente (antes, al menos) club de fútbol español que presumía de no haber visto nacer a sus hijos porque estaba trabajando. Así de triste es parte de la generación que precede a la mía. Y con ello se refleja enormemente la educación recibida hasta no hace demasiado tiempo.
Por qué los directivos deberían usar el sofá de su despacho
Estuve a finales del mes de marzo en un foro sobre marketing, finanzas y recursos humanos. Y debo decir que me sorprendió ver que, al fin, el trabajo por objetivos (del que ya hablamos en esta web hace muchos meses) está entrando en al discurso de las empresas.
Trabajar en casa no es vivir frente a una pared sin ventanas
Después de si trabajo en pijama, la segunda pregunta que más recurrentemente recibo en las charlas que a veces ofrezco es si no me siento solo sin compañeros de oficina.
Partamos de tres bases. La primera es que NADIE se lleva bien con todos sus colegas de curro. Nadie. Y, en ocasiones, se llevan hasta muy mal. Porque no los eliges, con lo cual tienes que comerte lo que viene.
La segunda, no soy un hacker de Nebraska de los años 80 con sobrepeso y acné. El teletrabajo no significa no salir de tu domicilio. Más bien al contrario. Lo que me está ocurriendo es que paso más tiempo fuera que dentro y tengo que optimizar el resto de horas entre mi ocio, mi mujer, mis dos hijas y mis clientes para poder equilibrar la balanza. A veces lo consigo y a veces no, todo sea dicho. Que no todo es maravilloso. Pero sí mucho mejor que estar encerrado en un sitio cuando has terminado tu tarea, te quieres ir y tu jefe no te deja porque no tiene vida.
Y la tercera la estamos empezando a ver cada vez más cerca. Muchos de nuestros trabajos los harán robots. Ya no es ciencia ficción. Está ocurriendo. Y eso significa que laboralmente seremos prescindibles. ¿Cómo tratar de imponer nuestra humanidad, difícilmente copiable en un algoritmo? Mediante las relaciones sociales. Donde en un cara a cara eres capaz de encontrar pequeños gestos indetectables para la inteligencia artificial pero que son diferenciales para ofrecer algo que una máquina no puede dar.
Decía que paso cada vez menos tiempo en casa. Y me ocurre porque quedo con muchísima gente cada semana. Como ya contamos en el post de Todos los cafés no tomados, hay muchos trabajos, ideas o sinergias que surgen de conversaciones con amigos, conocidos o simplemente colegas laborales. Porque no estás cada día con los mismos. E igual te puede aportar alguien experto en tu campo que otro de una especialidad radicalmente opuesta que te ofrezca un punto de vista al que no habrías podido llegar por ti mismo.
Por todo ello, derribamos de esta forma otro de los mitos del trabajo remoto. Y lo comparamos con el fútbol, que a nivel de símiles es fácilmente entendible para la mayoría de los lectores.
Hasta el Barcelona de Guardiola, uno de los mejores equipos de la Historia, tuvo que cambiar de piezas en su primer, segundo y tercer año. Mantuvo una base, sí, pero un 30% de los jugadores eran nuevos cada año. Esto, trasladado a la vida diaria, tiene un paralelismo sencillo: puedes ser la mejor empresa del mundo, con las mentes más brillantes, pero llegará un momento en que no os podréis aportar más unos a otros. Porque ya os conocéis demasiado. Porque os habéis acomodado. Porque habéis adquirido vicios difíciles de erradicar. O simplemente porque vuestros intereses, personales o profesionales, han cambiado.
Así que sí, salgo de casa. Mucho. Más incluso a veces de lo que debiera. Y sí, en ocasiones acabo de trabajar tarde. Pero la mayoría de veces es porque he sumado fuera más de lo que lo hubiera hecho dentro. O he sembrado. O me he despejado. O simplemente he acompañado a mi hija a jugar en el parque. Recordad: el horario ya no es lineal. Y esa, que parece menor, es la primera gran revolución que debe acometerse para dejar de sentirnos culpables por no pasar ocho horas, inútilmente, delante de un ordenador.
Conciliar no es solo tener hijos
Tendemos, en demasiadas ocasiones, a etiquetar un status para asociarlo a una determinada palabra. Y parece que solo puede darse en una circunstancia concreta, lo que en muchísimas (demasiadas) ocasiones acaba limitando su potencial.
Obviamente, el verbo conciliar atañe a la familia. Al menos en una primera acepción. Pero, como en las entradas del diccionario, siempre existen más significados. Y, al igual que sobre el papel, cualquiera de ellos es igual de correcto.
Con 20 años estaba encantado (lo sigo estando, por suerte) con mi trabajo. Colaboraba en un programa de radio que se emitía a las 11 de la noche. Viajaba cada dos semanas por toda España retransmitiendo partidos de fútbol. Lo compaginaba con la carrera de Periodismo y con la oportunidad de escribir para una agencia. Y veía todo aquello como maravilloso. Sin duda lo era. En aquella época.
Sin embargo, muchos amigos y conocidos míos siguen anclados en esas circunstancias. Y para quienes lo viven, tener ocupado siempre un día del fin de semana, no poder quedar a comer o a cenar o cumplir horarios larguísimos cada vez se convierte más en una carga. Y no porque no disfruten haciendo lo que hacen, sino porque cerca de los 40 tus prioridades cambian tras haber vivido ya una serie de experiencias.
¿Por qué no puede trabajar desde casa un hijo cuya madre esta enferma y a la que podría cuidar sin necesidad de dejar de ser productivo? ¿Por qué los que no están casados o tienen hijos no tienen derecho a pedir salir cuando su labor está hecha para ir al gimnasio, tomar una cerveza con los amigos o simplemente tirarse en el sofá? ¿Por qué las empresas no se plantean contratar a personas en riesgo de exclusión social o tienen una incapacidad, que se matarían por su empleador y darían seguro un rendimiento óptimo? ¿Por qué hay mediciones de que el 90% de los periódicos online tienen su pico de entradas a las nueve de la mañana, cuando la gente entra a trabajar?
Que seas joven, tengas ganas de labrarte un futuro laboral, busques nuevas experiencias y quieras vivir todo lo que te ofrece el mercado no es óbice para que no tengas derecho a disfrutar de tu tiempo libre. Porque estamos en una sociedad que lo primero que te pregunta es ‘¿En qué trabajas?’ y no ‘¿Cómo vives?’. Y parece que haya que matarse en los primeros años de tu carrera para poder luego vivir como mereces.
Y mientras, las empresas se preguntan por qué no son capaces de atraer, o retener, talento joven. Por qué cada vez se fundan más startups. Por qué los nietos de compañías familiares de éxito no quieren coger las riendas de negocios prósperos. O por qué un sector de la población ya no compra sus artículos.
Pero así seguimos. Y lo que queda.
Si teletrabajas, tranquilo: no te vigila Gran Hermano
Hace ya más de un año que escribimos mensualmente en Mamiconcilia y, aunque hemos tocado de manera transversal el tema del teletrabajo, no hemos profundizado nunca en uno de los aspectos más difíciles de interiorizar para aquellas personas que se inician en esta práctica.
Se trata de algo tan simple como aprender a darte cuenta de que nadie te vigila. De que respondes por tu trabajo, no por tus horas. De que si llegas a un acuerdo con un cliente externo éste te pedirá resultados, no informes de presentismo. Porque, de lo contrario, habría buscado a alguien de manera interna.
Ten en cuenta dos cosas: a las empresas les sales más barato que un trabajador convencional, porque tú pagas tus prestaciones (autónomos) y en caso de no necesitarte después de un cierto tiempo pueden prescindir de tus servicios sin mayores traumas. Algo que puede parecer cruel, pero en muchas ocasiones mejora tanto su vida como la tuya. Hay proyectos que no dan más que para tres meses. Y si no fueras freelance, no tendrías opción alguna de optar a ellos. Y resulta que a veces, cuatro proyectos de tres meses se convierten en el sueldo de un año.
Como hemos dicho en alguna ocasión, nos han educado para sentirnos culpables. Para valorar a las personas que tenemos enfrente por si son ‘muy trabajadores’, no por si son ‘muy eficientes’. El lenguaje que usamos a diario denota la cultura adquirida. Y en la cúspide empresarial siguen mandando aquellos que se justificaban (y aún hoy lo hacen) por pasar 10 horas en la oficina porque traían el dinero a casa. Como si no pudiera hacerse en connivencia con el tiempo de tus seres queridos.
Lo más complicado es sentarse en casa un jueves de abril, ver cómo hace sol fuera, haber acabado lo que te habías marcado (IMPORTANTE. Tú marcas tus objetivos) y decidir que paras. O que ves una serie. O que te vas a hacer deporte. O que te duermes una microsiesta. Y cuando ese momento haya tenido lugar, no creer que un ojo invisible te vigila y te quitará el dinero que ganas porque eres un jeta.
Porque no lo eres. Hay cifras que dicen que entre absentismo, cafés, almuerzos, llamadas personales, gestiones privadas y consulta de redes sociales cada trabajador de oficina pierde casi 15 horas el mes. Y, todo sea dicho, me parecen pocas. Pero lejos de ponerle freno a esta situación (dejando a sus contratados irse pronto a casa, incentivando la flexibilidad laboral, premiando el trabajo bien hecho), los empresarios, en su afán de perpetuar el presentismo, fomentan que estas sigan aumentando.
Así que, si tienes la suerte de teletrabajar, de que personas externas te confíen proyectos y de poder demostrar tu productividad, VIVE. Si no ¿para qué sirve poder mandar un mail desde el móvil acompañando a tu hija al parque o tener una conferencia desde la tablet mientras viajas a otro país? ¿Por qué loamos la tecnología si no nos sirve para hacer mejor nuestra existencia?
Cómo no sentirte culpable por tener tiempo libre
Hace una semana me di cuenta de que había hablado por primera vez en la radio 20 años atrás. O sea, que llevo dos décadas ejerciendo (o tratando de hacerlo) el periodismo, con todos los cambios que ello conlleva.
En aquel momento recuerdo de manera muy nítida mi objetivo vital: trabajar en una redacción, hacer programas y retransmitir eventos deportivos. Era muy joven, en el horizonte cercano no había planteamiento de tener hijos y la máxima tecnología que conocía era un ordenador para procesar textos e imprimirlos.
En 1996 no había internet para todo el mundo. Ni siquiera para un reducto mínimo de gente. Mi primer móvil me llegaría en 1998. Y el summum de los descubrimientos vino cuando alguien me explicó cómo enviar SMS (pero no su coste :).
Lo que sí existía era el fax. Y tengo una imagen en mi mente que hoy toma todo el sentido. Durante una entrevista, un protagonista nos hizo unas declaraciones especialmente polémicas. Decidimos transcribirlas y enviar una nota de prensa a los periódicos (de papel, por supuesto). Y mandamos 20 fax. A dos minutos por cada uno, tardamos 40.
Hoy, con un click, recuperaría el corte de voz, lo agregaría a un grupo de WhatsApp y el resto lo adjuntaría por mail. Mi tiempo de entrega sería de más-menos ocho segundos. Y aquí viene la pregunta diferencial.
¿Soy peor trabajador ahora que hace 20 años? No. Simplemente las herramientas me permiten HACER EL MISMO TRABAJO en 39 minutos y 52 segundos menos. Y la segunda cuestión subyace. ¿Debo emplear ese tiempo en hacer más cosas? Quizá sí, pero seguramente en el cómputo global de tareas me lleven como mucho un tercio de él.
¿Qué pasará, entonces, cuando mi jefe me pida saber qué he hecho? Que obviamente podré decirle que aquello que me encomendó está realizado. A él, al final, debería darle igual si ha sido en un minuto o en 270.
Pero el problema, al menos en mi generación, es que nos han enseñado a sentirnos culpables. A que llega más alto quien más estudia o trabaja y que si no practicas la cultura del esfuerzo no solo eres un vago sino que no podrás alcanzar jamás tus metas.
Y yo me rebelo. Primero, porque mi trabajo está hecho, aunque haya sido en segundos. Después, porque es demostrable y rentable. Y más allá, porque quiero irme a tomar un café, a correr, al parque con mis hijas o simplemente tirarme en el sofá, sin tener la sensación de que un Gran hermano me vigila y me va a despedir por no estar plantado frente a un escritorio.
El problema, lo sé, son los directivos de más de 55 años que no solo te mirarán mal sino que se plantearán despedirte si te vas de la oficina antes que ellos. La clave es hacerles informes semanales de lo que has hecho y lo que se ha conseguido. Y, si tienen narices, que te echen a la calle. Y verás como, con esos documentos, el despido será tan improcedente que acabarán teniendo que pagarte lo que te deben y un poco más. Y, quizá, readmitiéndote para que trabajes según tus propios parámetros por orden judicial.
Cambia tus cenas por comidas… ¡y vive!
Si en tu grupo de amigos tienes todavía a algunos que no son padres y tratan de que quedes con ellos a cenar, seguramente te hayas encontrado con alguna cara que mezcla los pensamientos ‘ya te borras otra vez’ con ‘pobrecito que ya no puede salir’. Muchas veces, cuando somos solteros no podemos comprender determinadas actitudes, por la sencilla razón de que no las hemos vivido. Porque la cosa cambia cuando son ellos los que tienen niños…
Y sin embargo, cuando tú tratas de decirles que te gustaría comer con ellos la mayoría de veces parece que les haya secuestrado la agenda el Ministro del Interior, cuando no te vienen con la cantinela de que ‘es que los niños nos molestarán y no podremos hablar’.
Yo he salido mucho. He cenado mucho. Y lo recuerdo como una de las mejores épocas de mi vida. Pero cuando quise ser padre (y por suerte, lo conseguí) tuve claras dos cosas: que en absoluto quería renunciar a seguir descubriendo restaurantes interesantes y que lo haría con mis hijas (casi siempre; también tenemos tiempo de pareja) . Muchos recuerdos de mi infancia se asocian a comidas y lugares especiales en ellas. Y quiero que ellas vivan lo mismo.
Por ello hice un trueque sencillo, que además me suponía un ahorro monetario considerable: no quedar por la noche sino al mediodía. La primera ventaja que encontré es que a esas horas, incluso en fin de semana, los precios son mejores porque hay menús entre 10 y 20 euros espectaculares. La segunda, que podía alargar la sobremesa sin tener que irme a una discoteca. Y la tercera, que para mí es igualmente importante, que no rompía el ritmo vital de mis niñas.
Ocurrió además en un momento muy duro de la crisis económica, que a mí también me tocó. Pero me servía (y a mi mujer también) para desconectar. Para darnos una alegría. Para socializar. Y para darnos cuenta que una simple comida fuera de casa en compañía es capaz de recargarte de energía para seguir luchando para una semana entera.
Al final, con 50 euros al mes puedes hacer esto. Y, si tus amigos quieren, puedes seguir quedando con ellos. Incluso acabando por tomar una cerveza a las siete de la tarde, antes de subir a la sesión de baños y cenas. Pero, a veces, quien no está en tu situación te mira sin entenderte. Y cuando le pasa a él en el futuro, se deshace en disculpas para que no sigas su actitud y acabes dejándole sin estos momentos.
Si no estás, no estás
Soy el primero que sufre por no pasar más tiempo con mis hijas. Y eso que paso mucho. Concretamente un 70% más que la mayoría de mis amigos, que no tienen la suerte de trabajar en casa. Pero aun así, siempre quieres un poquito más. Y, si tienes dos, tu mujer es periodista y también teletrabaja, siempre tratas de ayudar al máximo. Al menos es mi caso.
Por eso sé de la dificultad de conciliar horarios. Por eso hablo constantemente de deslinealizar nuestra actividad. Porque es imposible currar de 9 a 5 si traes a una de tus niñas a comer a casa o si la otra tiene mes y medio.
Sin embargo, también soy consciente de que debo trabajar y entregar un buen producto a mis clientes. Que tengo que quedar con ellos, hacerles ver lo que estoy haciendo, ofrecerles resultados y resumirles mi actividad. Y que eso, en ocasiones, exige echar horas. No tantas como en una oficina (donde el 45% no las aprovechamos), pero sí las necesarias.
Es por ello que una de las principales excusas de aquellos que no quieren ejercer su profesión desde su domicilio es que ‘con niños no se puede trabajar’. Y es relativamente cierto. Porque con ellos no puede hacerse. Pero eso no significa que no sea posible. Y me explico.
Si tu pareja está en paro, no tiene ninguna ocupación por un acuerdo tácito, está de baja o comparte profesión, hay que llegar a un acuerdo. Desde el principio. Para que luego no haya malos entendidos ni uno de los dos se queme. Y decidir que en una estancia de la casa, sea cual sea, si estás trabajando, estás trabajando. Otra cosa es que su vida profesional transcurra fuera de casa. Ahí ya las circunstancias son tan personales que no puede haber una generalización.
Vaya mi ejemplo por delante. Cuando estoy en el parque por las tardes, disfruto mucho. Pero si me queda algo por hacer, no me siento bien al cien por cien. Eso hay que asumir que nunca se va a ir. Que nos han educado en el cumplimiento del deber por encima del cumplimiento familiar. Aquello de ‘el trabajo es lo más importante’ o ‘no te preocupes porque es trabajo y lo entiendo’.
Dicho esto, cada uno sabe de sobra cuánto le cuesta hacer qué cosas. Así que planificaos los días. Y si luego se tuercen (que no son ni mucho menos la mayoría), pues pringáis por la noche o por la mañana. Como hace todo el mundo cuando a veces tiene que quedarse hasta tarde en su oficina.
Todos queremos vivir mejor, pero hay que saber valorar cuándo se puede y cuándo no. Y, sobre todo, disfrutar de las ocasiones en que ocurre lo primero. Que hoy, con la tecnología existente, deberían ser muchas más que las segundas.
No nos convirtamos en integristas de la conciliación
España es tendente al revanchismo. Al blanco o negro. No hay apenas lugar para una escala de grises y dos ejemplos claros lo demuestran cada día más.
A nivel futbolístico, uno es del Barcelona o del Real Madrid y luego están el resto de equipos (yo soy del Valencia). Pero, incluso en esas formaciones, uno debe ser anti barcelonista o anti madridista. No caben medias tintas.
A un segundo nivel, mucho más triste, está la política patria. Las personas han votado dos veces (y a este paso serán tres) que no quieren un partido en mayoría. Que deben gobernar en coalición. Que tienen que ponerse de acuerdo. Y, a pesar de ello, PP y PSOE se han enrocado en el ‘conmigo o contra mí’. Quizá por eso el voto de Ciudadanos es tan volátil: ser capaz de pactar con ambas fuerzas no contenta ni a los acérrimos de la derecha ni a los de la izquierda. Y como consecuencia de ello sigue sin haber solución 300 días después.
Viene todo esto al hilo de los (maravillosos) movimientos crecientes por la conciliación. La envidia de ver que Suecia reduce la jornada laboral a seis horas. Los artículos de El País diciendo que un fin de semana de tres días salvaría el planeta. Y la cara amable (hay otras) de los países nórdicos o las startup como Netflix donde las bajas por maternidad y paternidad son largas o incluso indefinidas.
Y sin embargo, estamos comenzando a incurrir en los mismos errores que el resto. En los ataques en redes sociales. En desacreditar a quien da otras opciones. E incluso en amonestar a los que piensan diferente.
Existe una verdad, aunque a muchos no nos entre en la cabeza: hay gente que no quiere conciliar. Que cree en la vida de sus padres y sus abuelos, donde hay que trabajar fuera de casa y eso compensa las ausencias con sus hijos porque lo están haciendo por ellos, para darles un futuro. En realidad, muchas de estas personas lo que no quieren es cargar con la parte menos buena, que es la de ocuparse de los niños y luego encontrar huecos para realizar sus tareas profesionales. Porque es mucho más cómodo así. Y siempre tienes la excusa de que alguien tiene que ganar el dinero que les pague la comida y el colegio. Aunque no deja de ser curioso que, una vez en la oficina, entre cafés, comidas, presencia en el gimnasio y reuniones están casi más tiempo fuera que dentro, con gente que debería importarle menos que sus vástagos.
Pero dicho esto, que no deja de ser RESPETABLE porque cada uno educa a sus hijos como quiere, nuestro papel debe ser el de argumentar por qué todo será mejor de la otra manera. Por qué disfrutarán más personalmente, pero también laboralmente. Cómo serán capaces de ser felices a nivel familiar y de optimizar su rendimiento deslinealizando sus horarios. E incluso, ofreciéndoles un ejemplo con su generación superior, no inferior: cómo pueden cuidar a sus padres enfermos o dependientes trabajando desde casa. Algo que, seguro, si ocurre en el futuro estarán encantados de que hagan sus hijos.
Por eso, no seamos como los hinchas del fútbol o los votantes inmovilistas de nuestro país. Por una vez, construyamos. Escuchemos. Valoremos. Respetemos. Y si luego, con toda la información, no quieren hacerlo, que no lo hagan. Pero que no se quejen dentro de 40 años de las consecuencias.