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Javier de Domingo
Nacido en 1974
2 hijos (2009 y 2012)
Psicólogo, Rebirthing, Terapia Perinatal
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¿Conciliación? Dándole vueltas a este concepto me venían una y otra vez recuerdos del cole, ese predecesor del trabajo. También de la relación entre mi padre y yo y cómo me “re-concilié” por su ausencia. Ambas cosas han marcado mi relación con mis trabajos y sobre todo con mis hijos… De esta manera mi “conciliación” ha sido más una “Re-Conciliación” entre mi paternidad, la de mi padre, mi trabajo, el suyo y las decisiones que he ido tomando para sanar la herida de su No-Conciliación.
Ahí va mi cuentito:
“Papá, no quiero ir al colegio, quiero quedarme contigo… ¿por qué tengo que ir?” Daniel, mi hijo mayor de 4 y medio lleva diciendo esto a diario los últimos meses. Ahora que lo pienso… yo también le decía eso a mi padre.
Toca hacer memoria… hummmm, mirar hacia dentro… Espera, pero si de lo enseñado en el cole… apenas recuerdo nada. Vale, veo que mi mente se estructuró… pero… casi siempre a costa de mi autoestima, mi confianza, mi serenidad… mi felicidad… ¿por qué?… ¿no son éstas las cualidades a aprender? Habrían sido clave para mi adaptación al medio y para mi supervivencia relacional, social… qué digo, y hasta la laboral… ¿Y qué aprendí?… creo que a obedecer, a no molestar a la autoridad, a mis profes, a mis padres… a cumplir normas y obligaciones… ¿y yo?… ¿dónde quedaba?… ahora que recuerdo… me enseñaban y aprendía bajo la intimidación, el señalamiento, el ridículo, el castigo, la amenaza y hasta el miedo… y a todos les parecía lo más normal… qué digo… era lo normal… y así creo que lo he interiorizado…
¿Y qué hacían mis padres para protegerme de un adiestramiento tan duro?… ignorarlo, alentarlo, espolearlo… claro, el cole fue el aparca-niños de los padres… ellos también vivieron eso y también lo interiorizaron como lo que tenía que ser… y lo repitieron con sus hijos… como la gente de su época, como todos… En lugar de la escucha, la paciencia, la confianza en las propias capacidades y la atención a las destrezas innatas del pequeño, se nos enseñó a encajar según un modelo propio de una época con determinadas costumbres y hábitos… Esas eran las cosas que me debieron enseñar mis padres, las que yo deseo enseñar a mis hijos.
Los papás delegaron su responsabilidad en el cole pero éste parecía más cercano a una casa de corte militar que una familiar, de hecho así era mi escuela, las aulas, la estética, el uniforme… si hasta formábamos, todo parecía un cuartel militar y no el sustituto del hogar al que era arrojado un tercio del día. Nos domesticaban-formaban anulando la chispa de cada uno y preparándonos para “ser mayores”. No veía caras de felicidad, más bien de tristeza, ira y miedo… las mismas caras, las mismas emociones que años después vería en los despachos, oficinas, salas de juntas, fábricas…
Y así nos anularon. No existía la conciliación, existía la negación de la voluntad, la pérdida de la confianza en que podemos cambiar nuestras vidas. Miraba a mi padre para entender sus decisiones… y con tristeza descubrí un ser infeliz, amargado y sobre todo muy enfadado. La vida no salió como él esperaba. Con casi 80 años sigue trabajando, viendo a diario pacientes de 08:00 a 22:00. Toda la vida así. Ganó dinero, mucho y me dio “cosas”… sí, “cosas”, muchas, brillantes y bonitas pero no las más importantes… su presencia, su guía, su confort, su apoyo… su amor presencial. Todo en el nombre de que esa soledad era lo mejor para nosotros. Yo nunca le veía, ninguno en realidad y la familia se agrió. No, no fue lo mejor para nosotros.
Una marca de coche o de ropa o la ubicación de mi vivienda debieran ser “cosas” menores y no la excusa a esgrimir a los hijos por no poder estar a su lado cuando más lo necesitan. Yo tuve esas “cosas” y crecí con otros que las tuvieron. Jamás sentí feliz, satisfecho o equilibrado a ninguna de las personas que las tenían. La aparentaban, sí, con arrogancia y una máscara consensuada de bienestar y de felicidad. Las “cosas” sustituyeron a las emociones.
Suplantadas e impostadas las emociones positivas, muerta la capacidad de ser feliz. Eso duele. Ante el dolor lo mejor es una anestesia… de ahí en mi mundo el sentido que tenía el tabaco, la comida, el alcohol, las drogas, el trabajar sin parar, el sexo, la TV, los viajes, las compras, luego el padel, internet, el whatsapp, el running y un interminable etcétera de anestesias para tolerar el dolor de no ser nosotros mismos… quimeras, espejismos, distracciones… y siempre ansiando conectar con otros que descubran quienes realmente somos… pura nostalgia por hallar el reconocimiento y amor de papá y mamá… Me asombra cómo nos sorprende la plaga de depresión y ansiedad y las enfermedades derivadas de ellas… pero claro… ¿cómo percatarnos de nuestra ceguera?
Yo no supe y por ello, con ánimo de responder a la expectativa paterna y materna derogué mi propósito de no replicar un modelo cada vez más caduco. Y todo para recibir las emociones que deseaba de mis padres: confianza, serenidad, tolerancia, reconocimiento, apoyo a mi singularidad… Eso solo sucedía si dejaba de ser yo y era aquel que otros deseaban. No había otra solución… anulé mi ser y me convertí en marioneta. Dancé y bailé al son de los que por miedo a ser ellos mismos sobrevivieron vía borreguismo, narcisismo, egoísmo, nepotismo y arribismo de familiares, amigos, compañeros, jefes y que con voracidad insaciable nunca tenían suficiente en su ambición de tener o ser más. Por lealtad a mi familia de origen y al entorno en el que crecí, aparqué mis principios para probar los suyos. No sirvió para aumentar su felicidad, en realidad, la de nadie. Mi tristeza sí aumentó. También mi ira. No así mi miedo. Decidí buscar mi camino, el mío propio, el que debía ser y el que enseñaría a mis futuros hijos.
Qué suerte tan increíble tuve de elegir empresas o sectores que uno tras otro entraban en crisis a los pocos años de empezar yo a trabajar en ellos. Me costó verlo y más entenderlo pero la vida me decía a gritos… “eh tu, déjate de leches, este camino no es el tuyo, conéctate de nuevo, te has olvidado de quién eres… sal de Matrix… despierta chico… DES-PIER-TA…”
Y así concluyó un largo periplo que me llevó desde el Departamento de Marketing y Comunicación de Arthur Andersen, pasando por multinacionales de la consultoría de RRHH, el mundo del tabaco, el sector industrial, de la construcción, etc , hasta la producción de TV para Al Jazeera y La Sexta.
Fue en esta última, donde comenzó la conciliación. Decidimos que nuestro hijo Daniel siempre estaría al menos con uno de nosotros, yo trabajaría de miércoles a domingo (algo normal en TV) y libraría los lunes y martes. Mi mujer juntaría sus pacientes (es Psicóloga… nos conocimos en la carrera) de lunes a miércoles para librar de jueves a domingo. Solo nos colgaban los miércoles y mi bendita suegra fue nuestro ángel guardián. Así un año. Luego la exigencia de la TV me obligó a no librar durante un mes completo y lo solucionamos con una guardería Chiquitín. Un horror. Daniel sufrió mucho. Nosotros también. Probamos con una “Madre de Día” de pedagogía Waldorf y fue nuestra salvación. Una persona formada en mirar y sentir a los niños. Cómo nos ayudó. De ahí a una Escuela Waldorf donde aprendemos a ser mejores padres… más conscientes… más presentes.
Fue en todo este proceso, con mi paternidad y hastiado de no ser yo mismo, cuando recordé lo que me prometí tiempo atrás… mi hijo se merece mi presencia y no mi anestesia… y ya es hora de cambiar de vida… ya es hora de despertar al durmiente.
Menos mal que decidí ser padre y mirar a mis hijos. Ellos me hicieron tomar conciencia, ver y percibir el sinsentido del que venimos. Gracias a eso me juré de nuevo, a mí mismo, que yo no sería así. Resolví alinear mi pensamiento con mi sentimiento y con mi acción y dejar de responsabilizar a otros por mis carencias. Decidí vivir las emociones, plenamente, sin aferrarme, aprendiendo… en realidad recordando lo que ya sabía de niño pero la educación y el trabajo me hicieron olvidar.
Escribí una nueva meta: romper las cadenas invisibles del yugo que supone reprimir las emociones en pos de contentar las expectativas ajenas. Es decir, elegí ser feliz y elegí aprender a ser feliz para saber transmitirlo a mis hijos. No por lo que se tiene, sino por lo que se es.
Cambié la actividad profesional, de nuevo, a una que me permitiese la flexibilidad de conciliar mí tiempo con mis hijos. Así volví a lo que estudié, la Psicología, para ser dueño de mi tiempo y de mi destino y me fue mejor que nunca antes en mi vida… por fin.
Dejé un lado el miedo y fui a por lo que quería… ver y sentir la sonrisa diaria de mis hijos… y retomar la mía, dejar la acritud, la melancolía, la ira y tener tiempo y energía para jugar. No podía cambiar mi pasado, sí mi futuro.
Y aprendí a conciliar. Y aprendí a reconciliar.
Y aprendí mi lección: sé tú, no seas otro, observa al que no pudo ser él, no le culpes, entiéndele, acéptale, quiérele pero aparta a quién no te permita ser tú… sea un padre, sea una pareja, un amigo, un jefe o una idea de cómo deben ser las cosas a la que estés aferrado.
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