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Mi papá escribe… de cine – Tonio L- Alarcón

Tonio L. Alarcón

Año de nacimiento 1976

Periodista y crítico de cine

Un hijo (2011)

@toniolalarcon

Más de una vez –y más de dos, y de tres…– me han preguntado de dónde saco el tiempo para seguir escribiendo tanto a pesar de tener un hijo. Y yo siempre sonrío y me encojo de hombros. ¿Que de dónde lo saco? De donde puedo –¡de debajo de las piedras!–, pero con una única condición: que no me suponga renunciar a dedicarle tiempo a M.
No voy a negar la realidad: me ha costado mucho tiempo, y muchos esfuerzos, poder llegar a ganarme la vida –eso sí, más mal que bien, para qué engañarnos– escribiendo sobre cine. Han sido años y años de ver mucho, de leer también mucho y de escribir todavía más, a todas horas, metiéndome en todos los fregaos que se me cruzaban por delante para ir, poquito a poco, asomando la cabeza en una profesión, en realidad, muy copada.


Pero, desde que llegó M., he empezado a renunciar a cosas, a bajar el ritmo –aunque eso suponga tener algo menos de visibilidad que otros compañeros–, a cambio de estar siempre presente en la vida de mi hijo, de verle crecer día a día e intentar perderme lo menos posible de este proceso maravilloso, inigualable. Cada vez que parpadeas te pierdes un cambio, un nuevo descubrimiento –¡y no hay vuelta atrás para recuperarlo!–, y eso es algo que quiero, por encima de todo, seguir compartiendo con mi mujer y, por supuesto, mi pequeño.

Hacía muy poco que M. había nacido cuando logré el trabajo que tengo ahora, como coordinador de redacción en una revista de cine. El horario más habitual en la empresa es partido, pero yo decidí intentar negociar al respecto y le dije a mi jefe que, en realidad, lo que me interesaba era una jornada intensiva de siete horas que me permitiera pasar las tardes cuidando a mi hijo. Y no sólo no me puso ningún problema, sino que, cuatro años más tarde, sigo conservando el mismo horario, que me permite llevarlo al colegio –tres mañanas de cada cinco, pues mi mujer y yo nos repartimos esa responsabilidad… ¡como hacemos con todas!– y estar con él cuando llego a casa, justo después de su merienda, y hasta la hora en la que se va a la cama.

Lo que significa que, desde que salgo del trabajo y hasta que le damos la cena y arranca nuestro ritual diario del sueño –es decir, baño, cuento y a dormir en compañía de mamá–, desaparezco para mi profesión. Dejo de existir como crítico y me convierto en el papi de M. Un oasis personal que dura hasta que, con él ya durmiendo, los adultos cenamos y yo, justo después, vuelvo a colocarme el mono de trabajo para escribir durante unas cuantas horas más. Lo que, dependiendo del volumen de trabajo, puede significar teclear hasta la 1, y a veces hasta las 2, de la mañana.

Cierto es que muchas (demasiadas) mañanas me levanto como un muerto en vida. Y que nunca como ahora he necesitado una dosis de café en vena para ponerme en funcionamiento. Pero cuando observo cómo aquel bebé que lloraba sin hacer ruido se ha transformado, casi sin que nos hayamos dado cuenta, en una pequeña personita de cuatro años –que tanto me recuerda a nosotros, por mucho que tenga su forma de ser particular–, todos esos esfuerzos, todas esas renuncias, adquieren pleno (y absoluto) sentido.