Es curioso el doble rasero que siempre conlleva una estructura vertical. La conciliación apenas se concibe dejando a la fuerza laboral trabajar desde casa o en horarios deslinealizados, pero los conceptos sí se tornan flexibles ante las ausencias continuadas de los directivos más viajeros.
Hoy, seas una multinacional o una PYME, es posible que tengas que hacer algún traslado nacional o internacional a lo largo del año. En coche, tren o avión. Lo que supone horas ‘perdidas’ sobre todo en el primer y el último medio de transporte, por mor de no poder mirar el móvil mientras se conduce o se vuela.
Existe, además, una estirpe de ‘súper jefes’ que están 100 días al año fuera de sus oficinas. Lo que, haciendo números, supone casi el cincuenta por ciento del tiempo laboral anual. No sé si alguien lo ha calculado en estos términos, pero los fines de semana suponen un asueto de 97 días al año, sin contar los del mes de vacaciones. Si unimos a todo ello festividades y puentes, estamos en 150 jornadas de descanso, por lo que quedan 215 de actividad. Resten. Es fácil.
Ahora pueden escudarse en que a través del smartphone, las tablets o los ordenadores pueden estar hiperconectados allá donde se encuentren, pero no hace ni 10 años que esto era imposible. Lo que no significa que no trabajaran, pero sí evidencia que entre el tiempo de desplazamiento, los descansos, las comidas y las cenas, obviamente se realizaban reuniones maratonianas pero no exhaustivas hasta el punto de completar una jornada entera.
Y aun así, ellos mismos demostraban que no hacía falta estar presente en un despacho no sólo para trabajar, sino incluso para dirigir una compañía. Y eran la prueba viviente de que los horarios continuos eran y son absurdos, pues nadie ponía en duda la efectividad y valor de sus actividades.
Es por esto por lo que me sigue sorprendiendo la escasa capacidad y empatía de los directivos para entender la creciente necesidad de la conciliación. Y no tanto en el apartado personal, que también. Sino sobre todo en el productivo. Seguramente, al cerrar acuerdos en Singapur o Brasil, les invadía una sensación de felicidad y de que lo que hacían tenía sentido que les impulsaba a identificarse aun más con su firma. Pero luego eran incapaces de trasladar a su gente ese sentimiento. De hacerles partícipes. De aprovechar el talento del que disponían para incluso mejorar esas perspectivas. Y de ser capaces de retener a personas muy válidas por el simple hecho de tratarles de manera injusta, pues les decían que no se podía hacer algo que ellos mismos estaban haciendo… con éxito.
Las casas se empiezan por los andamios pero, al menos en España, los cambios empresariales deben iniciarse por las cúpulas. Y mientras estas no comprendan que la única forma de sobrevivir es que los mejores quieran trabajar contigo porque les ofreces aquello que otros les niegan, la conciliación seguirá siendo una quimera.
Lo que pasa es que, muchas veces, para los directivos el trabajo es más importante que la familia (no os perdáis el post «Ser padre y directivo«). Y es ahí donde realmente empiezan los problemas