Nacida en 1983
1 hija nacida en 2016
Antes de seguir. O, mejor dicho, antes de empezar, creo que este es un testimonio de conciliación incompleto porque conciliar, conciliar, aún no he llegado a conciliar. Me refiero a que mi hija tiene un año y medio y yo aún no sé lo que es la vida compaginando su crianza con un trabajo remunerado. Durante muchos meses, todos los que pasé buscándola y más de la mitad de mi embarazo, traté de organizarme mentalmente y de visualizar mi vida saliendo de casa para dejar a mi hija en la guarde, llegando a la oficina apurada, como muchas de mis compañeras, haciendo recados a la hora de comer y ya en casa, cena, baño, pijama. Lo normal. Eso es lo que iba a pasar a las 16 semanas, 13 días de lactancia y 30 días de vacaciones después de dar a luz.
Y con eso en mente, empezó un peregrinar de barriga por las diferentes guarderías del barrio: que si la comida casera o de catering, que si ratios de niños por educador, que si juego libre o fichas, que si yo la dejo y tú la recoges… Y me di cuenta de que no quería vivir así mis primeros meses de maternidad. O, de manera más concreta: de que ni el ambiente ni las condiciones de mi trabajo, una subcontratación ya muy dilatada en el tiempo, ni mi sueldo, compensaban que yo tuviera que apuntar a mi hija a una guardería antes de nacer y después dejarla allí toda una jornada. Así que, sí, a ver si soy capaz de escribirlo sin cargo de conciencia: me pedí una excedencia de un año para cuidar de mi hija. Porque sentí que era lo que tenía que hacer en ese momento concreto de mi vida.
Pero también porque es un derecho. La empresa nunca me lo negó, pero cuando quedaba cerca de un mes para reincorporarme al trabajo, y aún de excedencia, la historia volvió a dar un giro. Pedí a la empresa que me aclarara unas dudas sobre una posible reducción de jornada que me permitiera organizar la vuelta. No llegaron a preguntarme cuánto tiempo pensaba reducirme, si media hora o medio día, y se dedicaron a darme largas telefónicas hasta que finalmente me citaron en las oficinas. Mucho despliegue para un simple cálculo de sueldo, que era lo que yo les pedía.
A partir de aquí, y sin entrar en detalles, resulta que mi puesto había desaparecido misteriosamente, aunque hubiera una sustituta ocupándolo desde que yo me di de baja, que la reincorporación no iba a ser tan fácil y que… Acabamos en la Plaza de los Cubos firmando un acuerdo de conciliación.
Sí. Sé que era denunciable, que, de haberlo hecho, probablemente habría tenido derecho a una reincorporación -todos los días me lo recuerda el angelito o el demonio de mi hombro-; también que para defender los derechos de las personas hay que empezar por reclamar los propios. Todo eso me hubiera dicho a mí misma hace algunos años.
Pero también sé, no lo imaginaba entonces, que hay que verse llegando cada mañana a un sitio en el que, básicamente, no te respetan ni te quieren y en el que, ya te has ganado todos los puntos, te van a tocar los peores trabajos…
Este no es, ya digo, un testimonio de conciliación laboral y personal, pero me permito enviarlo a #mamiconcilia porque quizá también sea necesario, o al menos pueda aportar algo, hablar sobre cómo se concilian el desempleo y la maternidad, la incertidumbre y el día a día, o, por qué no, la injusticia y la esperanza o el optimismo.
Yo, de momento, trato de conciliar mis ganas de hacer cosas nuevas y de seguir avanzando profesionalmente con las de disfrutar de mi hija y atenderla, el tener que volver a la casilla de salida para encontrar un nuevo trabajo con el hecho de que la partida de mi maternidad ya había empezado y todo lo que ello conlleva.
Siento, a pesar de todo, que va ganando lo bueno. Que ahora tengo una nueva oportunidad. Pero todos los días empiezan barriendo la casa, que es ahora mi oficina a la fuerza, y, lo confieso, escondiendo debajo de la alfombra un montón de preguntas incómodas: ¿Y si quiero tener otro hijo? ¿Y si no encuentro trabajo? ¿Y si lo encuentro y me vuelven a despedir si me quedo embarazada? Y si…