Al menos en mi generación, la frase que nuestros padres (aunque quizá más nuestros abuelos) siempre nos intentaron inculcar se resume en ‘trabaja todo lo que puedas mientras seas joven que luego ya descansarás’.
Obviamente, pese a venir de una o varias guerras y de la pobreza extrema en algunos casos, creían en un sistema que premiaba el esfuerzo. Que pagaba pensiones. Y que veneraba a los mayores como fuente de sabiduría y no de problemas.
Curiosamente, su esperanza de vida era mucho menor. Trabajaban en muchos casos más horas de las que curramos nosotros. Y a veces ni aún así les daba. Pero vivían en una era donde los vecinos se ayudaban. Donde en los pueblos te daban una parte del sobrante de la cosecha si sabían que te podía hacer falta. Y donde tu máxima aspiración era poder irte de viaje a algún lugar de España con buenos hoteles.
No tuvieron la suerte de poder comprar vuelos por 25 euros. O de disponer de trenes que recorrieran 350 kilómetros en hora y media. Pero sí había una máxima: si ahorrabas, podías acabar comprándote tu casa. Y los bancos (al menos eso creo) no te engañaban.
Siempre he pensado cómo afrontarían mis abuelos los tiempos del smartphone. Cómo mi abuela materna sería una diseñadora de éxito. Cómo mi abuelo materno regaría sus campos desde una APP. Cómo mi abuela paterna descubriría en internet recetas nuevas de arroz cada día. Y cómo mi abuelo paterno estaría abonado a Spotify y pegado a Skype para ver cómo envejecían sus amigos canarios.
El problema es que quienes recibimos aquella educación todavía no hemos sido capaces de desembarazarnos de ella. Y nos sentimos mal cuando no trabajamos ocho horas. O cuando estamos en el parque con nuestros hijos y sólo pensamos en contestar un mail por el móvil mientras ellos reclaman nuestra atención. Y parece ser que seguimos pensando que ya nos jubilaremos, que como vivimos más años disfrutaremos más de nuestra tercera edad. Y que los ahogos económicos que agotan a los freelance desaparecerán entonces como por arte de magia.
Y no parecemos darnos cuenta de la realidad. Aquella en que una amiga mía de 25 años murió después de salir de una operación rutinaria. O en la que un compañero de trabajo sufrió un infarto con 38.
A ello se une que los ‘gurús’ económicos insisten en que empecemos a ahorrar ya para cuando seamos mayores, sin vivir en una realidad que te dice que si llegas a final de mes con un euro en la cuenta después de pagar los autónomos, el IVA y su p… madre te puedes considerar afortunado.
Todo eso, como hemos repetido millones de veces, en una generación que podría perfectamente trabajar desde cualquier lugar y con cualquier horario. Y aquí pongo un ejemplo personal: en 1996, para enviar una noticia a 30 medios de comunicación, tenía que mandar 30 fax. A dos minutos por operación, una hora. Hoy, introduzco las direcciones en el mail y la mando en décimas de segundo. ¿Hago el mismo trabajo? Sí. ¿Soy peor trabajador? No. Entonces, ¿por qué sigo teniendo que estar una hora si me sobran 59 minutos?
Yo elijo, a mis 37 años, vivir ya por lo que pueda pasar. Estar todo el tiempo que pueda con mi mujer y mi hija. Usar mis descansos en casa para fregar o para ver un Informe Robinson. No proclamar la cultura del esfuerzo sino la de la eficiencia y la productividad. Y disfrutar cada día.
Primero, porque por primera vez en la historia gran parte de la humanidad puede escoger hacerlo. Y segundo, porque aunque parezca un tópico nunca sabes qué te va a pasar mañana. Personal, profesional o médicamente.
Y entonces, como dice Carl Honoré, ya no habrá vuelta atrás. Y los momentos no vividos no volverán jamás.