Hace una semana me di cuenta de que había hablado por primera vez en la radio 20 años atrás. O sea, que llevo dos décadas ejerciendo (o tratando de hacerlo) el periodismo, con todos los cambios que ello conlleva.
En aquel momento recuerdo de manera muy nítida mi objetivo vital: trabajar en una redacción, hacer programas y retransmitir eventos deportivos. Era muy joven, en el horizonte cercano no había planteamiento de tener hijos y la máxima tecnología que conocía era un ordenador para procesar textos e imprimirlos.
En 1996 no había internet para todo el mundo. Ni siquiera para un reducto mínimo de gente. Mi primer móvil me llegaría en 1998. Y el summum de los descubrimientos vino cuando alguien me explicó cómo enviar SMS (pero no su coste :).
Lo que sí existía era el fax. Y tengo una imagen en mi mente que hoy toma todo el sentido. Durante una entrevista, un protagonista nos hizo unas declaraciones especialmente polémicas. Decidimos transcribirlas y enviar una nota de prensa a los periódicos (de papel, por supuesto). Y mandamos 20 fax. A dos minutos por cada uno, tardamos 40.
Hoy, con un click, recuperaría el corte de voz, lo agregaría a un grupo de WhatsApp y el resto lo adjuntaría por mail. Mi tiempo de entrega sería de más-menos ocho segundos. Y aquí viene la pregunta diferencial.
¿Soy peor trabajador ahora que hace 20 años? No. Simplemente las herramientas me permiten HACER EL MISMO TRABAJO en 39 minutos y 52 segundos menos. Y la segunda cuestión subyace. ¿Debo emplear ese tiempo en hacer más cosas? Quizá sí, pero seguramente en el cómputo global de tareas me lleven como mucho un tercio de él.
¿Qué pasará, entonces, cuando mi jefe me pida saber qué he hecho? Que obviamente podré decirle que aquello que me encomendó está realizado. A él, al final, debería darle igual si ha sido en un minuto o en 270.
Pero el problema, al menos en mi generación, es que nos han enseñado a sentirnos culpables. A que llega más alto quien más estudia o trabaja y que si no practicas la cultura del esfuerzo no solo eres un vago sino que no podrás alcanzar jamás tus metas.
Y yo me rebelo. Primero, porque mi trabajo está hecho, aunque haya sido en segundos. Después, porque es demostrable y rentable. Y más allá, porque quiero irme a tomar un café, a correr, al parque con mis hijas o simplemente tirarme en el sofá, sin tener la sensación de que un Gran hermano me vigila y me va a despedir por no estar plantado frente a un escritorio.
El problema, lo sé, son los directivos de más de 55 años que no solo te mirarán mal sino que se plantearán despedirte si te vas de la oficina antes que ellos. La clave es hacerles informes semanales de lo que has hecho y lo que se ha conseguido. Y, si tienen narices, que te echen a la calle. Y verás como, con esos documentos, el despido será tan improcedente que acabarán teniendo que pagarte lo que te deben y un poco más. Y, quizá, readmitiéndote para que trabajes según tus propios parámetros por orden judicial.