Leí hace poco en un post compartido desde esta web a una pareja que, tras muchas intentonas de conciliación, había decidido cambiar radicalmente sus horarios a nivel personal y laboral. Su solución fue la de levantarse muy temprano (las cinco de la mañana) y aprovechar las primeras luces del día para trabajar sin molestias, de tal modo que cuando se despertaban sus hijos ya habían adelantado muchísima faena y podían dedicarles más tiempo de calidad.
Esto, obviamente, implicaba una disciplina muy grande entre semana, que suponía cenar pronto y acostarse aún más pronto, renunciando a hobbies como pasar tiempo en pareja, ver series o salir a cenar. Lo que, si bien es cierto que le ocurre a la mayoría de los contratados (o autónomos) hoy día, no deja de suponer una quita a aquello que mereces.
Hoy me gustaría haceros un regalo desde este post: como habréis visto en mi biografía, escribí un libro llamado ‘¿Por qué no nos dejan trabajar desde casa?‘. Y en él, al margen de tratar de guiar a los ‘novatos freelance’ en cuanto a iniciar su existencia como tales, analizaba por qué la sociedad nos ha llevado a dedicar más horas a lo profesional que a lo personal.
Hay dos claves que apuntaré hoy aquí: la primera es que nos han educado para sentirnos culpables. Culpables por disfrutar de nuestro ocio cuando (según dicen) deberíamos estar rindiendo laboralmente. Algo que arrastrará tanto mi generación como la anterior a la mía aunque no quiera y que resumo en el primer capítulo.
Y la segunda es que, al parecer, para conciliar hay que seguir un horario lineal. En Iberdrola, por ejemplo, se congratulan de que su gente sólo debe estar en la oficina de ocho a tres, cuando esta circunstancia supone que NUNCA pueden llevar a sus hijos al colegio a la hora a la que entran y que JAMÁS pueden llevarlos a comer a casa (salvo en la comunidades donde no hay clases por la tarde).
Por eso, pese a que en algunas de las cosas que exponía aquella pareja me identifico, hay una que me subleva. Y es el hecho de no poder despegar nuestra idea asalariada de que sólo podemos ejercer nuestra profesión en horas consecutivas. Como si en las medias jornadas o incluso en las completas todos estuviéramos al cien por cien todo el tiempo.
El problema real es que, cuando tu jefe no te tiene delante, se pone nerviosito y te llama para ver qué haces. Y tú, que podrías hacer la compra a las 11 de la mañana, salir a correr a las cinco de la tarde o simplemente irte al parque con tu hija (teniendo el móvil a mano, sí, pero no obligándote a estar sentado haciendo el canelo delante de un ordenador donde ya hace tiempo que finalizaste tus tareas), vives en ese temor y no te mueves de casa. Lo que me lleva a la pregunta: ¿qué diferencia hay entre no moverse del escritorio de una oficina o del de tu domicilio? Y a una respuesta muy sencilla: ninguna.
Si habéis leído el capítulo del libro que os he adjuntado, seguramente os sentiréis identificados. Pero también deberéis empezar a pensar algo y, sobre todo, a educar en ello a aquellos con quienes trabajáis: cada día hay que establecer objetivos, no horas, y cuando acabes los primeros has acabado tu jornada. Hayas tardado 30 ó 300 minutos. Y da igual que lo hagas de cinco de la mañana a una de la tarde que optes por buscar un rato a mediodía, otro a la hora de comer y otro por la noche.
Al final, si el directivo (ese es otro cantar) tiene claro hacia dónde va su empresa y qué necesita de ti, lo normal es que sea capaz de mandarte un planning semanal. Y, si trabajas por tu cuenta, tú mismo serás quien deba hacerlo. Y, al final, cuando te pregunten qué horario tienes no sabrás qué responder. Pero sí tendrás dos argumentos: que cada día es diferente pero eres una persona eficiente y que eres capaz de organizarte para disfrutar, por fin, de una verdadera conciliación familiar.