Sonsoles Ónega
Periodista
Nacido en 1977
2 hijos (2009 y 2011)
@sonsolesonega
Sucede cada día. Como si fuera un ritual de obligado cumplimiento. Capítulo uno del manual de supervivencia, que nada tiene que ver con la conjugación del verbo conciliar.
Madrugas más de la cuenta, sustituyes las gafas por las lentillas antes de lo previsto y te subes al tacón previa conversación con tus juanetes para establecer una tregua durante las próximas doce horas. ¿Doce?, te pregunta tu pie. Sí, doce. Y no te quejes, que la espalda y la cabeza no dicen nada.
Arrancas el coche antes de que Madrid amanezca y recorres veloz la Gran Vía y el Paseo del Prado hasta enfilar la Carrera de San Jerónimo. En los tiempos más difíciles de la legislatura, lo normal era descubrir un despliegue policial intimidatorio. Decenas de policías con armas largas ocupaban sus posiciones. Mirabas sus botas y, por un momento, te arrepentías de haber estudiado periodismo.
Casi no te ha dado tiempo a sacar un café de la máquina, cuando la legión de políticos empiezan a ocupar sus escaños en el Congreso de los Diputados. Por un momento miras el reloj. Ocho y media de la mañana. Piensas que los niños ya se habrán levantado. Dudas un segundo. ¿Llamo? ¿O dejo que se obre el milagro? No tardas en despejar la incógnita.
–No llames –te dice la conciencia–. Déjalo estar.
A las nueve de la mañana, los periodistas y las cámaras están preparadas para captar la imagen del presidente del gobierno. Ves que su barba asoma por la puerta de la zona reservada al ejecutivo, a pocos metros de ti. Se acerca. Se está acercando. Te tiembla el pulso. Notas el sudor de la palma de tu mano agarrando el micrófono. El objetivo está a menos de un metro. Los escoltas empiezan a sacar codos. De repente, en las décimas de segundo que dura la acción de levantar el brazo para colocar el micro a la altura de su boca, ¡suena el teléfono! Miras con el ojo derecho para saber quién te está llamando, mientras clavas el izquierdo en el presidente del gobierno. Casa. Parpadea la pantalla. Casa. Casa. No falla. La conciencia que te recomendó no llamar, guarda silencio agazapada en algún rincón del alma. Ya no sabes ni qué preguntar a ese hombre que ha desaparecido como alma que lleva el diablo y ha conseguido llegar a su escaño azul, en primera fila, donde una nube de fotógrafos lo inmortalizan en su aparente tranquilidad.
Enseguida, llamas a casa, pero ya nadie descuelga al otro lado. Haces un repaso a todo lo que hoy tenían que llevar tus hijos. Agendas, desayunos, la bolsa de la piscina del mayor… Abres mentalmente esa bolsa: gorro, bañador, tapones, toalla. ¡Los calcetines acuáticos! Se quedaron sobre la lavadora. En ese momento recibes un mensaje escrito de tu marido: ¿Dónde dejaste los calcetines de la piscina? ¡Lo sabía! Te enfureces por minutos. En efecto, si no los hubieras lavado (tú) no (te) los habrías dejado sobre la lavadora. La conciencia te ruega que no contestes. Más que nada para no abrir otro frente de guerra.
Las horas pasan como un suspiro de aire. Las noticias vuelan. Las declaraciones de unos y otros se repiten. Se acerca la hora de salida de los diputados que volverán a recorrer el mismo pasillo y volverá la prensa a insistir con sus preguntas.
De repente, como suelen suceder las cosas imprevistas, vuelve a sonar el teléfono. Es un número que no conoces. Descuelgas con voz de pocos amigos. ¿Será una de esas empresas que quieren venderte un seguro médico y que incomprensiblemente tienen tu número? Dígame, dices. Una amable señorita, que se identifica como secretaria del colegio de tus hijos, te anuncia que uno de ellos tiene fiebre altísima y alguien, no precisa quién, debe ir a recogerlo. En ese momento, un aluvión de periodistas se abalanza sobre un político. Da igual quién sea. Todas las miradas se depositan sobre tus pupilas porque llevas el micrófono en la mano que te queda libre. La acercas a la boca del político en cuestión y pronuncias su nombre. La secretaria del colegio, que llevas colgada de una oreja, empieza a inquietarse. ¿Perdona, hablas conmigo? No, no, espere. No puedo esperar, contesta. El niño está enfermo, ¿lo entiende? ¡Espere!, gritas. ¿Cuánto de enfermo? ¿Puede precisarme cuánta fiebre tiene? En un acto reflejo colocas el teléfono a la altura del político. No sabes por qué lo has hecho, pero lo cierto es que en ese momento la secretaria del colegio está escuchando un discurso de alguien de quien lo ignora todo. Absolutamente todo. Por suerte el señor acaba rápido y puedes retomar la comunicación. ¿Quién me estaba hablando?, pregunta la secretaria. Da igual, créame. No es importante. No puedo ir a recoger al niño hoy. Mañana a lo mejor sí. Te das cuenta de la barbaridad que has dicho, pero ya es tarde para volver sobre tus palabras así que te callas y esperas a que la interlocutora reaccione. Pero le cuesta hacerlo. Oiga, usted verá, acaba diciendo casi al mismo tiempo que te cuelga sin despedirse.
Quieres llorar. Quieres llorar mucho y durante mucho tiempo. A poder ser durante lo que le resta al día que pondrá su punto y final a eso de las diez de la noche. Has traicionado la confianza de tus juanetes, tienes los pies como morcillas y la espalda y la cabeza se han rebelado. Además descubres que al parpadear ves hilillos negros. Las chiribitas de toda la vida.
Puedes condenarte o levantarte y reírte de tu sombra. Vale, sí, es mala suerte, pero… ¿Qué estaba pasando en la vida del padre de la criatura mientras sucedían estos episodios en la tuya? En cuatro letras: n-a-d-a. Nada.
Y todo esto un día sin agenda social de tus hijos. Sin cumpleaños. Sin extraescolares. Sin tutorías. Y sin obligaciones domésticas del tipo ir al supermercado, pasar por la farmacia o por el chino de turno a comprar un disfraz o unas ceras o papel seda para una manualidad.
Sí. ¿Conci… qué? La que concilia, “desconcilia” consigo misma porque de hacer hueco para ir a la peluquería, a depilarte o a tomarte un vermú con las amigas, ni hablamos.