No es ésta una semana cualquiera para hablar de conciliación. Todo el mundo, al menos en España, tiene la imagen de una congresista asistiendo con su bebé a la jura del cargo. En un lugar donde, pese a que luego le dijeron que había guardería (gratuita, por supuesto, no sea que sus señorías paguen algo de su bolsillo y no con nuestro dinero) ella consideró que la alimentación lactante de su hija estaba por encima de sus obligaciones laborales. Fueran cuales fueran.
Es éste un tema muy polémico, con muchas aristas y muchas verdades. No hay una opinión válida absoluta, por lo que mencionamos el ‘incidente’ a modo de introducción para reflexionar sobre algo mucho más profundo. Y que ocurre a padres y madres (sobre todo a madres, por desgracia) demasiadas veces a diario.
No hace mucho un amigo me decía que pasar muchísimo tiempo con nuestros hijos en su tránsito de bebés a niños es una maravillosa experiencia para nosotros, pero que por la fisonomía cerebral que se les estaba formando en aquellos momentos apenas iba a marcarles de cara al futuro.
Es de esta reflexión de la que quiero hablar hoy en este post: para mí eso es una visión parcial, en muchas ocasiones triste y hasta diría que poco verídica. Porque si bien es cierto que los recuerdos comienzan a formarse a partir (aproximadamente) de los cinco años, alguna importancia tendrá para configurar el carácter lo que ocurre hasta entonces. De lo contrario, no valdría la pena llevarlos a la escuela, a la guardería, a inglés o a ballet, puesto que la verdadera configuración de su personalidad no asumiría nada de lo recibido anteriormente.
Mi reivindicación habla de algo que yo siento día a día con mi hija. Sobre lo que he leído poco, porque cuando tú lo ves tampoco buscas documentación que te lo confirme. Y responde al concepto al que me gusta referirme como HUELLA EMOCIONAL. Aquella que cala sin que te des cuenta y que decide más aspectos de la vida del nene de los que podamos pensar.
Con tres años, por ejemplo, ya sabe si su papá trabaja muchas horas fuera de casa. Y le pregunta a su madre cuándo vuelve. Es perfectamente consciente de si son sus abuelos los que la llevan al parque o si son sus progenitores quienes pasan más tiempo con ella. Sabe que los martes va a música y por eso se le dibuja una sonrisa en la cara. E incluso te pide que no te vayas cuando tienes que hacer un viaje.
¿En qué medida son más felices estos niños que aquellos que apenas ven a sus padres en el desayuno y en la cena? Lo ignoro, porque no soy científico ni estudio este tipo de comportamientos. Pero escribo de lo que sé. Y sé que mi hija se pone a saltar de alegría cuando le digo por las tardes que la llevo al parque. Y que me pide que la mire en todo lo que hace. Y que, sin venir a cuento, de repente me mira, me abraza y me da un beso.
No sé si esto lo recordará en el futuro más allá de las fotos que lo documentan, pero me gusta pensar que ésa es la infancia que nosotros les hubiéramos pedido a nuestros padres. Y que, cuando empiece a almacenar pequeñas escenas en su cabeza, hacer algo con nosotros le traiga una sensación de felicidad que, sin saber de dónde viene, le diga que es algo que le gusta.
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