No poder acompañar a mis dos hijos a dormir ningún día entre semana me consumía por dentro. También me mataba ver como mi mujer se ocupaba de todo en casa -yo como mucho la podía ‘ayudarla’ de vez en cuando-. Ella hacía lo imposible para conseguir, después de trabajar, recoger a los niños de la escuela, llevarlos a las extraescolares, recogerlos de nuevo, ducharlos, ayudarles con deberes, hacerles la cena y contarles un cuento antes en la cama. Yo llegaba cuando la casa ya estaba en calma, la cocina recogida y ella ya dormía en el sofá agotada. Y encima, cuando le golpeteaba levemente el hombro para decirle que ya había llegado y que podía ir a dormir a la cama, todavía tenía tiempo de decirme, ‘lo siento, no te he dejado nada para cenar’. Tocado.
Siempre me había dicho a mí mismo que yo no sería como los hombres de la generación de mis padres -y anteriores- que se pasaban el día trabajando y dejaban que la casa la llevara toda la mujer. ‘Yo soy un hombre moderno’, me decía cuando era joven. Y sigo pensando que lo soy pero, casi sin darme cuenta, un día me miré al espejo y mi vida se asemejaba demasiado a aquella de la cual me quería desmarcar.
En casa nunca hicimos un planteamiento de, ‘yo haré carrera profesional y tú no’. Salió así. Los dos empezamos a trabajar de ‘peones’ en nuestros respectivos trabajos, y yo, sin ambicionarlo ni buscarlo, tuve la oportunidad de subir algún escalón. Yo siempre le consulté a mi mujer cada vez que tuve sobre la mesa una oferta de ascenso, y le planteaba mis dudas puesto que el horario se me complicaría más todavía, pero ella siempre me animó a aceptarlo. Mi trabajo es de esos vocacionales y por eso siempre me espoleó a crecer y nunca me pidió que lo dejara. Pero a veces los ojos dicen más cosas que las palabras.
Mi trabajo es muy absorbente y tiene un horario incompatible con la conciliación familiar. A menudo lo comparaba con el cocinero de un restaurante que, por mucho que quiera, su horario laboral implica por narices no cenar nunca en casa y acabar el turno siempre tarde. Y si quiere llegar antes a casa, la única opción es cambiar de trabajo.
Durante mucho tiempo disfruté mucho mi profesión, hasta que el peso de todo lo que me perdía en casa -pasaban cosas importantes y yo no estaba casi nunca- hicieron que dejara de compensarme. Me seguía gustando -y me gusta mucho todavía- mi trabajo, pero ya no lo disfrutaba igual. Mis dos hijos iban creciendo y cada vez eran más conscientes -y lo verbalizaban-, que ‘el padre no está nunca a casa’. Uno de los días que el dardo se me clavó profundamente en el corazón fue cuando le pregunté a mi hijo grande -8 años- si quería que lo apuntáramos los sábados a un centro de actividades para niños -un ‘Cau’ en catalán- donde van muchos de sus amigos. Su respuesta fue que no quería porque los fines de semana eran los únicos días que me veía y podía jugar conmigo. Tocado y hundido.
Y dije basta. Hablé con los responsables de mi empresa para pedirles un cambio de ubicación dentro de la oficina para tener otro horario que fuera compatible con la conciliación familiar. Sabía que no sería fácil porque dentro de la empresa no hay muchas alternativas, pero me lo concedieron y les estoy muy agradecido. Pero tuve que renunciar al cargo.
Ahora me ha cambiado la vida completamente. Hago un horario compactado por la mañana y tengo toda la tarde para repartirme con mi mujer quién va a recoger a los niños a la escuela, quién los lleva a la piscina, a la academia de inglés o a danza, y quién va a comprar al supermercado. Ahora ella los jueves puede ir a cenar con las amigas, ya que antes siempre tenía que decir que no podía porque yo todavía no había llegado a casa. Ahora les preparo la cena a mis hijos y los pongo a dormir casi cada día. Menos el día que tengo partido de fútbol con los amigos por la noche. Partidos a los cuales había renunciado porque no llegaba nunca a tiempo.
Los que me conocen me dicen que me ha cambiado la cara. Seguramente tienen razón. Yo me siento mucho mejor. A quien sí que veo que les ha cambiado la cara es a mi mujer y a mis dos hijos. He renunciado a algunas cosas, pero he ganado muchas más. Pero hay una pregunta que me ronda hace tiempo por la cabeza: ¿sería posible tenerlo todo?