Vivimos en una era que engloba tres aspectos comunes a todos aquellos que quieren estar inmersos en ella:
El primero, el de la comunicación, donde lo que no se conoce no existe aunque hoy día sea muy sencillo hacerlo público a través de las redes sociales.
El segundo, el de la salud. Cada vez nos preocupamos más por lo que comemos nosotros y nuestros hijos. Tratamos de volver a recetas y alimentos que consumían nuestros ancestros. Y buscamos llenar de vida los muchos años que, si no pasa nada, tenemos previstos vivir.
Y el tercero, el del deporte. Bien sea por unirse a las corrientes, por las crisis de los 40 o por convencimiento, por fin existe un boom que lleva a las personas no sólo a querer cuidarse, sino también a llenar su tiempo de ocio con ejercicio.
Pero, a pesar de todas estas confluencias, da la sensación de que nadie se preocupa por optimizarlas adaptándolas a la realidad de la vida diaria. Y así, los empleados de una empresa difícilmente tienen permiso para ‘venderse’ en internet, al tiempo que pocos disponen de comida saludable allí donde se quedan a alimentarse a mediodía. Y mucho menos les ofrecen la posibilidad de combinar horarios laborales con prácticas deportivas.
Recuerdo siempre un capítulo de la extraordinaria serie ‘El ala oeste de la Casa Blanca’. En él, un asesor del presidente de los Estados Unidos de América debe reunirse con urgencia con el Vicepresidente, pero la agenda de este último dificulta ese encuentro en extremo. Hasta que, a los cinco días de intentarlo, le dice que va a correr 45 minutos por la orilla del río Potomac. Y que si quiere verle y hablar con él, hacerlo juntos es la única alternativa de que dispondrá.
Fue en ese momento, donde además trabajaba con algunas personas vinculadas al mundo del deporte, cuando comencé a poner en práctica aquello. Era evidente que a veces nos teníamos que reunir. Y, además, nos gustaba correr. Así que decidimos ganar tiempo en ambas actividades y unirlas, consiguiendo en una hora lo que en otras circunstancias nos hubiera llevado tres.
¿Por qué en la mayoría de oficinas hay dos baños, pero ninguna ducha? ¿Por qué es socialmente aceptable bajar a tomar un café que dure 50 minutos, pero no salir con un jefe, un cliente o un compañero de departamento a hacer deporte en horario de trabajo? ¿Cómo cambiaría la implicación de una plantilla si dos veces a la semana las reuniones fueran así, o caminando simplemente al aire libre, en lugar de en una sala sin ventanas? ¿Cuánto dinero se ahorrarían grandes corporaciones al fomentar de esta manera la salud de su gente? Es más, ¿en qué nivel se situarían de retención del talento al darles la oportunidad de hacer deporte, otorgándoles de facto a la salida del trabajo más tiempo para ocio y conciliación?
Quedan muchas fronteras por romper en este mundo que viene, pero una de ellas debe ser la de pensar que una oficina es un espacio para estar sentado durante ocho horas.
Y quizá, con un gesto que puede parecer tan pequeño, incluso a aquellos a los que les toca cada día coger el coche para ir hasta un triste polígono industrial, su tarea se les haga más llevadera.